Dos

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La especie humana busca instintivamente el número dos, la pareja, el contrapunto, el equilibrio. Siempre el dos. Quizá porque resulta más sencillo comprender este cambalache llamado existencia a través de una lógica binaria: sí o no, chocolate o vainilla, Beatles o Rolling Stones. 

Siempre dos. La misma naturaleza tiende a la simetría, de manera que si dobláramos un copo de nieve —si eso fuese posible— o las alas de una mariposa, la vertical del eje haría que las dos mitades encajaran la una con la otra exactas, como los dientes de un cepo. La dualidad es muy habitual en las aproximaciones humanas al mundo porque ayudan a ordenar el caos, a manejar la libertad, a decidir: cara y cruz, tú y yo, masculino y femenino, par e impar, el frío y el calor, blanco o negro, el yin y el yang. La vida y la muerte. A menudo la dualidad encierra en su interior la semilla de la confrontación -el bien y el mal, Caín y Abel- pero, a fin de cuentas, eso parece consustancial a la vida, pues el conflicto es el motor que la mueve. Nada nace de la quietud, sino del combate cuerpo a cuerpo entre la luz y las tinieblas… La luz, ahí pretendíamos llegar, a ese milagro escurridizo que ansían los fotógrafos. 

Dos maestros del retrato se han confabulado para crear este libro. Dos maneras de ver, una desde el blanco y negro y la otra desde el color (de nuevo las duplicidades). Fue a Joan Guerrero a quien se le ocurrió -”a finales del siglo pasado”, suele decir con sorna- el desafío de los doses, el juego de ir buscando a través del objetivo parejas mejor o peor avenidas, las que fuese atrayendo la fuerza gravitacional del azar: dos caminantes, un par de niñas de comunión, dos formas diferentes de rezar. Hasta que un buen día, pasado el tiempo, convocó a su cómplice y le propuso: “Julio, sigue el camino tú”. Cuando Julio Carbó aceptó el reto y comenzó a rebuscar en sus archivos, se encendió una chispa mágica: sin haberlo premeditado, él también había cazado parejas con su cámara, dúos, yuntas, pares que en ocasiones, asombrosamente, casaban a la perfección con las de su colega. Si Guerrero había atrapado dos cigüeñas en la espadaña de un tejado, Carbó se había fijado en la estela anaranjada de dos aviones a reacción en el paño gris del cielo. El anciano que acarreaba su hatillo en el blanco y negro encontró en el color su doble en un ejecutivo pegado a su maleta. Dos lirios de agua hallaron su horma en dos hojas secas mojadas por la lluvia. También aparecieron besos a pares. 

Dos hombres, dos lugares que parecen contrapuestos. Joan Guerrero (Tarifa, 1940), nacido en las playas de Cádiz, en la infinitud del mar; Julio Carbó (Morella, 1964), en la montaña agreste, en las quebradas y gargantas de Els Ports. Dos paisajes batidos por el viento bravo. Dos miradas desde la periferia, desde la soledad de quien observa lejos del bullicio, de la obviedad. Dicen quienes entienden de numerología que el número dos simboliza la empatía, la cooperación, la adaptabilidad, la escucha, la consideración hacia los demás, la sensibilidad a las necesidades del otro. Tal vez por eso este proyecto no podrían haberlo realizado sino Guerrero y Carbó, a quienes los ingleses llamarían two of a kind; o sea, tal para cual. Dos miradas honestas. 

Olga Merino 

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